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El último hurra (El Post Debate)

El último hurra (El Post Debate)

La curiosa escena de los anfitriones del “último debate” intentando proteger a sus invitados de una lluvia intempestiva sólo fue una alegoría de lo que sucedería media hora más tarde en un debate que no sabemos cuánto será de decisivo. Los “dos pesos pesados” de lo que sus oponentes llaman la vieja política no tenían que mojarse porque ya venían empapados por sus propias goteras y solo se trataba de ver quién podía salpicar más al otro, pisar menos charcos y, llegado el caso, embarrarlo todo para salir airosos de un enfrentamiento que los dos tenían más perdido que ganado antes de salir al terreno de juego.

La comunicación política es caprichosa. Llevábamos décadas acostumbrados a considerar los debates como un regalo de los gobernantes, como un hito de nuestra imperfecta democracia en la que los asesores ejercían de prohombres de la política, imponiendo sus propias reglas a los medios de comunicación: desde la altura de la mesa, hasta la temperatura del estudio o el tamaño de los planos de sus protegidos. Todo era válido con tal de exhibir el sacrosanto y lucrativo debate de unos candidatos dispuestos a interpretar cualquier papel con tal de poder emular los prototipos de “el ala oeste de la Casa Blanca” para instalarse durante unos años en la Moncloa.

Pero las viejas reglas se han hecho añicos desde el momento en que los espectadores han tenido oportunidad de comparar, no sólo candidatos, sino también formatos. La política espectáculo arraigada durante décadas en EE.UU. ha irrumpido como un nuevo género televisivo en nuestro país, para entretenimiento de los espectadores y, sobre todo, para deleite económico de las cadenas que han alcanzado con la telecracia cotas de audiencia equiparables a sus mejores producciones televisivas.

La primera regla de la comunicación política: “combatir el aburrimiento”, se ha ensayado con éxito gracias a la irrupción de unos nuevos actores emergentes, que en su calidad de secundarios, interpretaron con acierto el guión de unos nuevos cara a cara, primero de modo informal en una cafetería, más adelante a través de Internet, luego a cuerpo descubierto con los dos representantes del convencional bipartidismo, pero en un formato novedoso que permitía al espectador atiborrarse de todos los detalles gestuales de los candidatos, esos que según los expertos en comunicación no verbal calan mucho más que sus mensajes en los posibles votantes.

Con estos antecedentes, el formato del cara a cara entre Rajoy y Sánchez estaba abocado a un presumible fracaso. No se trataba de innovar reduciendo el tamaño de la mesita, que aderezada con la presencia del moderador invitaba a una partidita de cartas. La propia escenografía, con un fondo aséptico, llevado al extremo de blanco inmaculado, parecía pensado para orquestar por detrás de los candidatos toda una galería de memes en las redes sociales. O una sintonía que parecía inspirada en los cómicos capítulos de “españoles por el tiempo”.

Y es que el tiempo no perdona. Un gran comunicador, como Manuel Campo Vidal, habrá tomado nota de la facilidad con la que una fórmula consagrada puede convertirse en esperpento si hasta el propio esperpento se convierte en una moda.

Moderar un cara a cara no es tema menor, sobre todo cuando estás compitiendo con formatos exitosos. Pero el riesgo del ridículo se podía haber minimizado separando al moderador de ese enfrentamiento, cantado de antemano, y colocándolo, por ejemplo, en la posición del director de orquesta prudentemente distanciado y al que solo se le enfoca cuando es estrictamente necesario.

Poco importa ya quién ganó o quién perdió este debate, si la acritud de Sánchez le restó o no estatura de estadista, si la imagen de Rajoy podía compararse con la de aquel Nixon cansado frente a un Kennedy más bronceado o si, por el contrario, emulaba a un Reagan que a una edad vetusta afirmó en otro debate no querer aprovecharse de la inexperiencia de su contrincante. Poco importa, porque lo cierto es que el propio formato de este cara a cara ya es historia, y con él, unos participantes que, visto lo visto, parecían estar entonando el último hurra.

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